Como necesitaba dinero, fui a pedirlo al banco. A La Caixa. Me dijeron que sí, que me lo daban, pero que A CAMBIO “podría” contratar un seguro. "¿Y qué me dais vosotros A CAMBIO de tener domiciliada aquí mi nómina desde los 18 años?", pensé. "¿Qué seguro?", dije. "Un seguro de vida", contestaron. "Tengo 26 años,
soy soltera, sin hijos... no tiene mucho sentido", repliqué. "Ya...", dijeron. Nos miramos durante un par de segundos. "No me voy a hacer un seguro de vida por un adelanto de 500 euros que sabéis, QUE SABÉIS, devolveré la semana que viene", argumenté. "Putos rastreros", pensé. "Vale... pues por lo menos hazte
un seguro dental, son 10 euros al mes", contraatacaron. “Y tu nómina no es tan alta como para que te hagamos un descubierto porque sí”. Ahí no les faltó razón.
Mi nómina no es tan alta. Mi nómina no se merece nada. Así que firmé, pensando que no lo quería seguir pensando.
Estamos en crisis.
Como me había hecho un seguro dental que incluía limpiezas bucales gratis, llamé para pedir cita. Cuando me dieron la dirección de la clínica, enmudecí:
Joaquín Costa, 35. "¿Sabes dónde es?", dijo la que contestaba el teléfono. "Sí, sí, sí. Sé dónde es. Gracias".
El día de la cita, cogí el Metro hasta
Nuevos Ministerios, aunque sabía que República Argentina quedaba más cerca. Pero Nuevos Ministerios es línea directa. Y QUERÍA subir por Joaquín Costa. Al principio no quería creer lo que creía estar viendo desde el principio. Pero sí, si era, sí. Justo después de la piscina municipal. El local donde tantas horas pasé de niña
jugando a ser frutera y leyendo tebeos, ahora era un Marco Aldany.
Un puto Marco Aldany de mierda.
Como ya estaba allí, me asomé. Lo único reconocible era la escalera vieja, ahora nueva, con forma de caracol. Lo demás, todo lo demás, era distinto.
Ya no había nada. Donde antes estaba la cámara de frío, ahora había cabinas de depilación. Lo demás no pude identificarlo siquiera. Como si
Frutas Virginia, "muy buenas para conservar la
línia", nunca hubiera existido.
Como llegaba tarde al dentista, seguí subiendo. Al rato, con la boca abierta y
una sensación horriblemente desagradable en las encías, recordé mi escondite secreto, los pedidos por teléfono, los viajes a Mercamadrid -para comprar género-, los viajes en Metro hasta la ‘frute’ -de cuando la línea 10 era la 8 y la estación Santiago Bernabéu se llamaba Lima-. Los sábados por la mañana atendiendo a clientas con ganas de conversación, los delantales azules, "la mejor fruta de todo Madrid". Recordé a Paco, a Toño y a Williams.
A Martín. A Martín cantando, a Martín contando chistes, a Martín contando historias de cuando la guerra y explicándome lo que eran los ‘rojos’. Y a Rufina, su esposa, que era muy mayor pero tejía jerseys.
Recordé a papa. Y cuando jugábamos a que él venía a comprar fruta y yo se la vendía a precio especial, pero todo muy profesional, como si no nos conociéramos. Y cuando me daba
200 pesetas para que fuera al quiosco, a comprar tebeos o cromos, por haber ordenado las cajas. Y cuando íbamos hacer los repartos por el barrio de El Viso, que es “una zona de ricos, de millonarios”, pero “muchísimo
peor que Fuencarral, dónde va a parar”. Y cuando me explicaba las diferencias entre una
golden, una
reineta y una
starking. Y recordé lo divertido que era subir y bajar el toldo con la manivela.
Yo era la encargada del toldo.
Y como lo recordé todo,
me enfadé. Porque Frutas Virginia cerró porque dejó de vender suficiente. Porque los nuevos vecinos del barrio –‘
pijosdemierda’- empezaron a comprar la
fruta envuelta en plásticos en el Corte Inglés de un poco más abajo. Cerró y tiempo después supimos que allí habían puesto un bar. Eso aún podía aceptarlo,
los bares, qué lugares, son muy nuestros. Pero Frutas Virginia no podía ser un Marco Aldany. Eso NO PODÍA SER.
Salí del dentista con mucho dolor. De boca -¿cómo pueden hacer tanto daño estos malditos sacamuelas?-, de cabeza -demasiadas horas al día delante del pc- y de corazón. Pasé de nuevo de la República Argentina y
volví a parar ante la franquicia peluquera. "9,99 euros lavar, cortar y peinar", rezaba un cartel. Ni siquiera tenían toldo,
los muy cutres. La ira, entonces, se apoderó de mí. Y pensé en vengarme,
como Sabina, a pedradas contra los cristales. Pero no había piedras por allí.
Así que... no tenía otro remedio más que carraspear,
repetidas veces, haciendo el ruido ese que tanto asco da, hasta acumular un buen 'gapo'. Y lo escupí con todas mis fuerzas sobre los putos
carteles-oferta. Y después bajé toda la calle corriendo,
con tacones.
Y solo cuando ya estaba en el vagón,
línea 10 dirección Fuencarral, lloré sin consuelo.