Se asustó, claro, aunque no lo cogió por sorpresa.
En realidad, llevaba tiempo esperando que ocurriera. Sus frecuentes advertencias al gerente de la compañía habían caído siempre en saco roto. Que ya no dan más de sí, hombre, que un día vamos a tener un disgusto. Y los seniles autobuses seguían traqueteando por los caminos, cada vez más agónicos, cada vez más llenos.
Por eso no le sorprendió que, bajando la cuesta de Kariba, el freno se negara a responder. Se asustó, cómo no se iba a asustar, pero no lo cogió por sopresa.
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